La historia de Lampo comenzó un caluroso día de agosto de 1.953, cuando sin saber de dónde venía, llegó en un tren de mercancías a esta estación.
Elvio, que trabajaba despachando billetes, vio como de uno de los vagones saltó algo, y ese algo era Lampo. A primera vista pensó que era un chucho de lo más ordinario, pelo blanco con manchas de color castaño y de raza indefinida. Comprobó cómo el perro olfateó el aire, se estiró perezosamente, miró a ambos lados y se dirigió hacia una fuente cercana donde se puso a beber con avidez. Después se encaminó hacia la oficina de Elvio, moviendo la cola, ladrando y restregando su hocico contra el vendedor de billetes. Ese fue el comienzo de su amistad.
Desde aquel día, el perro se convirtió en compañero inseparable de Elvio, le seguía a todas partes por la estación e incluso le acompañaba al restaurante donde comía todos los días. Lampo también se hizo amigo del resto de empleados de la estación, que mostraban un gran interés por él. Decidieron llamarle Lampo, que en italiano significa destello o relámpago, aludiendo de esta forma a su inesperada aparición en la estación.
Lampo pasaba los días observando los trenes de mercancías, aunque su lugar predilecto era el despacho de billetes. Al finalizar cada jornada de trabajo, a Elvio le resultaba casi imposible persuadir a Lampo para que no le siguiera. Él tomaba el tren de vuelta a su casa en Piombino mientras el perro corría un largo trecho hasta que se daba cuenta de lo inútil de su esfuerzo. Esta situación se repetía día tras día.
Hasta que un día, a finales de otoño, en su regreso a Piombino, Elvio comprobó que Lampo estaba tumbado a sus pies. Como si fuese lo más normal del mundo, el perro levantó la cabeza y le miró con expresión de triunfo. ¿Cómo diablos has conseguido subir?, lo cogió del pescuezo y lo metió debajo del asiento. Por suerte el viaje era corto y el revisor no apareció en todo el recorrido.
Al llegar a casa, y tras las presentaciones, su esposa Mina y su hija Mirna de cuatro años fueron aceptadas por Lampo. A la hora de la cena fue el invitado de honor y el centro de atención de todos, además era evidente que el animal se sentía muy a gusto con la familia Barlettani. Después de la cena el perro comenzó a mirar con ansiedad hacia la puerta. Cuando la encontró abierta, salió corriendo y desapareció. Increíblemente volvió a la estación de Campiglia, había cogido el tren solo para regresar a su hogar.
Con el tiempo los viajes de Lampo no se limitaron únicamente a ese paseo nocturno de vuelta, todos los trenes eran para él una invitación de viaje de ida y vuelta.
Lampo, el perro ferroviario
Al poco tiempo ya conocía el horario exacto de los trenes y su destino. Todas las mañanas cogía el tren de las siete y veinte en la estación para llegar puntualmente a casa de los Barlettani a las ocho, y así poder acompañar a Mirna al colegio. Luego regresaba a Campiglia para pasar allí el día y volver de nuevo por la noche con Elvio a casa.
Lampo conocía perfectamente la línea entre Campiglia y Piombino, pero a consecuencia de un cambio técnico de última hora en los andenes de la estación, un día montó en un tren equivocado. Al darse cuenta de su error, se bajó en la siguiente parada, San Vincenzo, y subió al primer tren que iba dirección opuesta, hacia Campiglia. Había aprendido otro importante detalle del servicio ferroviario.
Con el tiempo fue haciendo nuevos amigos. Todas las tardes a eso de las tres, se despertaba, movía las orejas, abría la puerta con el hocico y salía del despacho de billetes. Lampo se dirigía a toda prisa al andén número uno, donde hacia una parada habitual el expreso Turín – Roma. El perro corría esperando a que su amigo el cocinero del expreso le ofreciera su suculento menú diario.
Sus hazañas se propagaron rápidamente por toda la red ferroviaria, los viajeros asombrados por su inteligencia le buscaban, le hablaban y le sacaban fotografías. Poco a poco se estaba convirtiendo en una personalidad. Además demostró ser un perro excepcional y completamente independiente.
Pero siempre hay personas insensibles, y algunos directivos de las Ferrovie dello Stato mostraron su malestar cuando la fama del perro viajero empezó a hacerse tan grande, ya que según ellos, un perro que subía y bajaba libremente de los trenes comprometía la imagen de la empresa. En dos ocasiones se le hizo irse de la estación de Campiglia: la primera vez con destino a Nápoles, donde no llegó ya que se bajó en una estación intermedia para regresar a “su estación”; y la segunda a Barletta de donde también consiguió volver en tren después de un mes. Finalmente decidieron aceptar su presencia en estaciones y trenes, ya que Lampo se había convertido en todo un símbolo.
A veces se mostraba muy inquieto. Por las noches, en lugar de dormir, solía inspeccionar todos los trenes que se detenían en la estación, parecía estudiar a los pasajeros que se asomaban por las ventanas y su destino, allí se quedaba hasta que el tren comenzaba a moverse y se perdía en la distancia. ¿Estaría tramando algo?.
Una noche de pleno invierno se dirigió al segundo andén y decidió subir en el expreso Roma – Génova. El tren no pararía hasta Liorna, a unos 70 kilómetros al norte. Después pararía en Pisa, La Spezia y Génova. No le iba a resultar fácil dar con el tren de regreso a Campiglia. Por esa razón Elvio aquella noche no estaba de muy buen humor, “es imposible que pueda regresar, son muchos los transbordos que hay que efectuar”, “sin lugar a dudas se perderá“.
Pero no fue así, y como cada día a las 8 de la mañana Lampo estaba esperando a Mirna para acompañarla al colegio. “No sé cómo demonios a logrado volver”, “menudo viejo pillo”, decía Elvio.
Los continuos viajes de Lampo agrandaron su leyenda llegando a aparecer en un programa de la RAI y en publicaciones estadounidenses. Incluso una persona le envió galletas desde Estados Unidos y hasta se temió que quisieran llevárselo a Hollywood.
Según pasaba el tiempo, los viajes se hicieron cada vez más largos y frecuentes, pero siempre regresaba a Campiglia. Quedaba claro que estaba dotado de un sexto sentido, había nacido para viajar. A veces, los ferroviarios le sujetaban al collar viejos billetes de ferrocarril. “Lampo el perro ferroviario tiene acceso a todos los trenes“, y él lucía orgulloso su billete y ladraba con insistencia cuando alguien intentaba quitárselo.
Tras ocho años de continuos viajes y transbordos por todas las líneas, tanto nacionales como de cercanías, Lampo era muy famoso, aunque su corazón pertenecía a un sólo hombre y a su familia, a cuyo hogar volvía al final de cada jornada. Desgraciadamente el 22 de julio de 1.961 Lampo murió atropellado por un tren. El jefe de maniobras de la estación se lo comunicó llorando a Elvio Barlettani. Decidieron enterrarlo bajo una acacia plantada en el andén principal de la estación y sobre su tumba se levantó un monumento. También hay colgadas en la pared de la sala de espera abundantes fotografías que recuerdan al perro y sus viajes.
Poco después de la muerte de Lampo, Elvio Barlettani escribió un sencillo libro donde contaba la historia de su singular perro, Lampo Il cane viaggiatore (Lampo el perro viajero), editado en 1.962 por la editorial Garzanti y reeditado en sucesivas ocasiones a lo largo de los años.
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