Manolín era un viejo lobo de mar. Su aspecto físico daba ferviente prueba: barbas blancas y largas, abundantes surcos en la frente, manos rudas/ajadas y una piel tostada de la pugna que, día tras día, libraba con el sol. A veces, acostumbraba a llevar un gorro en su cabeza que daba fe notoria de su profesión: la mar. Le gustaba liar cigarros entre sus dedos con notable paciencia en un gesto que parecía como si la espera fuera consustancial a la vocación de marino.
Todos los días acudía a pescar a las escolleras de la bahía de Santander y se jactaba de ser "el mejor pescador". Presumía de conocer la mar como las líneas de sus manos y cuando la pesca había sido mala echaba la culpa a la mala suerte. Gustaba de llamarla "la mar" porque la comparaba con una mujer y éstas para Manolín eran hermosas, pero traicioneras.
Su fama recorría Santander y los jóvenes del lugar gustaban de acercarse a charlar un rato con él. Pescadores y señoritos encopetados se sentaban a su lado y miraban cómo lanzaba el anzuelo mientras sus manos, ya temblorosas, sujetaban fuertemente la caña de pesca. Todos los jóvenes buscaban enfadarlo, ver gruñir al viejo Manolín para desatar su acalorado carácter.
¡Manolín, ya no eres nadie! - le decían -. Se agitaba y levantaba su voz enérgicamente, lanzando un taco seguidamente. ¡Coño, no digas eso!.Enseguida se apostaba un vino en una de las tabernas del puerto. Estaba plenamente convencido que pescaría como en los buenos tiempos de su juventud.
Cuando conseguía llenar su cesta de panchitos y otros peces, su gesto malhumorado se trastocaba en un semblante risueño y confiado: ¡mirad!, ¡mirad!, "ya pican", gritaba, riéndose de los neófitos.
Algunos mozos llevaban a sus novias a las escolleras para que conocieran a Manolín.A él le gustaba decirlas algún requiebro y contarlas que nadie como él tuvo tanto éxito con las mujeres. "Siempre las dominé, aunque siempre supe respetarlas". Se dejaba engañar igual que un niño. ¡Manolín, tus músculos están ya agarrotados!. Otra vez desafiante les respondía: "Si os echo un pulso os quiebro la mano!. Los jóvenes aceptaban el reto y fingiendo que la fatiga doblaba sus brazos conseguían que retornara la felicidad a la cara del viejo lobo de mar.
Finalmente, se acercaba a la novia de alguno de ellos y la comentaba: "estos jóvenes no valen para nada, si me hubieras conocido a los veinte años habrías abandonado a este cipayo", y alejábase contento y ufano de su gesta porque por algo le llamaban "el rey de las escolleras".
Nota:
Esta historia de Santander, junto a otras muchas, me la transmitió mi padre. El nació en esta ciudad maravillosa. En Madrid encontró trabajo y familia. Le gustaba mucho Madrid, pero el mar siempre añoró.
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